Y de repente la niña de los ojos de cacao y boca de fresa chilló.
Chilló como nunca jamás lo había hecho nadie, ensordeció a los pajaritos , mató a las ardillas, y rompió los cristales de la casita del bosque.
Se oyó por todas partes, los niños de las calles, se ponían a llorar, las abuelas rompían sus vajillas para menguar el sonido, los hombres se pegaban entre ellos, y las mujeres sentían como si fuera su propia hija la que estuviera sufriendo y no lo podían soportar.
Eran miles de cuchillos, millones de agujas clavados directas al corazón.
Los peregrinos que pasaban por ahí, se quedaban petrificados, atados a compartir el dolor de la niña, obligados a no dejarla sola, aunque ella no parecía escuchar.
Era un chillido de dolor, del más trágico , persistente, vacio e intenso que puedes imaginar.
Alrededor de la muchacha las flores se marchitaron y murieron, siempre han dicho que las flores son muy sensibles y era demasiado el dolor para poder soportarlo.
Todo el mundo necesitaba verla, y lloraban, tanto lloraron que el agua inundaba los poblados, pero nunca se atrevió a tocar a la niña, era como si estuviera ajena a lo que ocurriera alrededor.
Pobre niña de boca de fresa, que dejo de sonreír.
Pobre niña de ojos de cacao, que ahora no tienen expresión.
Pobre niña que nadie supo jamás porque comenzó a chillar y no paró.